sábado, 22 de octubre de 2016

Proceso isotermo


Una luz parpadeó con impaciencia en el edificio de enfrente. Cuando se detuvo  su temblor, César vio una chica que llenaba su vaso con una botella de licor transparente. Ella le pareció bonita, al menos desde la distancia que les separaba. Llevaba una chaqueta roja con una capucha que le descansaba en el comienzo de su espalda. Aquella habitación parecía una cocina, veía los muebles demasiado blancos y con una especie de toque metálico que devolvía con brillos dispersos la luz de neón del fluorescente. Había olvidado que ese fin de semana se celebraban Halloween. A él nunca le había gustado disfrazarse, se sentía un tanto ridículo. Por otra parte, no habría podido ir a ninguna fiesta aunque lo hubiera deseado, el lunes tenía un examen bastante duro. Sobre su mesa latían amenazantes un montón caótico de apuntes fotocopiados, una calculadora de pilas moribundas y un bolígrafo. La chica le resultaba guapa, se repitió. Tenía un cabello rubio que había amordazado en dos trenzas que le descansaban sobre los hombros. No creía que fuera su vecina, no la había visto nunca. La luz de aquella cocina volvió a apagarse y se sentó de nuevo.



Intentó resolver el problema de termodinámica que le asediaba desde la mesa, pero no era capaz, tenía la sospecha de que le habían escamoteado algún dato imprescindible. De nuevo volvió a encenderse aquella luz, aunque en esa ocasión no había entrado la hermosa Caperucita Roja. En su lugar, un gladiador romano y un buzo reían desmesuradamente y gesticulaban con movimientos amplios de manos. Se sirvieron sus copas y se reintegraron a la fiesta, aunque dejaron prendido el fluorescente. César, con los codos pinchando la mesa, se frotaba la cara con las dos manos, cada vez apretando un poco más. Miró la hora. Faltaban un par de minutos para las tres. Decidió que podía descansar un momento, que no pasaba nada si se fumaba ya el cigarro. Abrió la ventana y apoyó los brazos en el alfeizar. Hacía una noche estupenda. De repente, entró de nuevo Caperucita Roja. Se acercó a la ventana, la abrió y encendió un cigarrillo. La música se escuchaba ahora más rotundamente, le parecía intuir unos ritmos de salsa. Ella miraba hacia la calle, aunque no parecía que estuviera buscando nada, únicamente dejaba deslizar con indolencia sus ojos hacia la cuadrícula de los baldosines. César arrojó lo más lejos que pudo el cigarro a la acera y encendió otro. La chica levantó la cabeza y lo vio. Ella movió  el brazo en forma de saludo. César dijo un tenue hola. Carraspeó y repitió el saludo con la mano. Caperucita, sonriendo, agitó sus dos brazos, acercándolos a su pecho, insinuando que se dirigiera hacia allá. Pero no tengo con qué vestirme, replicó él. Ella tiró el cigarro a la calle y se encogió de hombros. César no supo interpretar si ese gesto  quería decir que no le había entendido o que era irrelevante que careciera de disfraz. Se cubrió la cabeza con la capucha, cerró la ventana y se giró hacía la fiesta.



César se sentó a la mesa. Leyó por milésima vez el enunciado del problema y se reafirmó en que deberían haberle proporcionado el valor de la temperatura final. Comenzó a tamborilear el bolígrafo sobre los apuntes y resopló mirando a la ventana oscura del edificio de enfrente. Apagó la calculadora y se dirigió al armario para buscar algo con lo que disfrazarse. Debajo de la cama asomaban unas botas de montaña y se le ocurrió una idea. El reloj de la iglesia anunció las tres y media. Frente al espejo, se vio vestido con unos vaqueros, una camisa a cuadros azules y negros y sus botas. Incluso recordó que una vez le habían regalado un hacha pequeñita con un mango de madera que usaba ocasionalmente para abrir nueces. Mientras cerraba la puerta de la casa se encendió un cigarrillo. Miró hacia arriba. Deseó que la chica rubia volviera a asomarse y así poder avisarle que ya estaba allí, que le abriera la puerta. Probó fortuna y empujó la puerta de la calle con la mano que tenía libre y se encontró con que no estaba cerrada. Apagó el cigarrillo con sus botas y entró.



Asumió que podría deducir dónde se celebraba la fiesta por el ruido. El bullicio de la música se iba acrecentando según iba subiendo las escaleras, hasta que llegó al cuarto. César inspiró profundamente, comprobó el afeitado de la barbilla y apretó el timbre. Dentro se oían risas alocadas y voces ebrias. Abrió la puerta Caperucita y, a esa corta distancia, le pareció que no se había equivocado en lo más mínimo y que era realmente bella. Con las dos manos se abatió la capucha hacia atrás y mostró un  rostro besado por minúsculas pecas y unos ojos verdosos que se entornaban. Quién es, preguntó una voz detrás de ella. Un chico disfrazado de rana se acercó con una arruga vertical partiéndole la frente y la abrazó por la espalda. César respondió que era el de enfrente, señalando con el pulgar hacia atrás. La rana apoyó la barbilla sobre el hombro de ella y depositó un beso en su cuello de nieve. Los ojos de Caperucita se distendieron y se llevó la mano a la boca, atrapando al vuelo una carcajada mientras giraba la cabeza hacia su novio. Su risa comenzó a mitigarse mientras iba rechazando la puerta. César introdujo la bota impidiendo que se cerrara del todo y empujó fuertemente con todo el cuerpo. Su mano aferró con violencia el mango de madera hasta que las uñas se le empalidecieron. El hacha se entremezcló con los cabellos rubios y los ojos de ella se saturaron de miedo y de sangre. Un calor intenso y súbito le cabalgó por todo el cuerpo, y en ese momento sonrió al caer en la cuenta de que el enunciado matizaba que era un proceso isotermo, y la temperatura, por tanto, era constante.

martes, 14 de julio de 2015

El silencio del frío


− Nos hemos perdido –dijo Tom tras quitarse la gorra de lana y pasársela por la frente y las mejillas.

Yo venía sospechando que íbamos dando vueltas desde hacía tiempo, me parecía reconocer algunos árboles y algunas piedras que íbamos encontrando por el camino. Quise autoengañarme, afirmándome que, en el fondo, todos las rocas y todas las plantas son muy parecidas entre sí. Me senté sobre una piedra plana y estiré las piernas.


− ¿Qué hacemos ahora? –pregunté, aunque ya sabía lo que iba a responderme.


− No lo sé. De momento, nos vendría bien descansar un poco.


Tom se sentó sobre unas raíces y sacó del bolsillo un mapa bastante deshecho y cuarteado que colocó sobre las piernas, alisándolo con la palma de las manos. Fingió estudiarlo con detenimiento, apoyando el índice en algunos puntos del plano y mirando a un lado y a otro, como queriendo cotejar insensatamente los relieves que aparecían en el papel con algún punto del bosque en el que nos encontrábamos.


− Me parece que estamos por aquí –me dijo mostrándome un punto en el plano que golpeteaba con el dedo.


Saqué del bolsillo un cigarro y lo encendí. Guardé el paquete en un bolsillo del plumas después de expulsar el humo y ver cómo iba inmiscuyéndose entre las ramas esqueléticas del árbol pelado que tenía encima.


− Podemos fumar un cigarro primero y continuar andando después. La casa  no debe estar ya muy lejos.


− ¿No debe estar o no está?


Tom sacó un cigarrillo y la sujetó con sus labios carnosos. Me miró adelantando levemente la cabeza. Le ofrecí fuego en silencio.


− En mi próxima novela meteré una escena como ésta. Dos amigos salen a pasear por el bosque una mañana gélida y terminan extraviándose.


Asentí con la cabeza mientras con el pie empujaba unas hormigas que comenzaban a treparme por la bota. Algunas de ellas se retorcieron pareciendo que encogían de tamaño.


− Vamos –dijo levantándose de las raíces sobre las que se encontraba sentado y sacudiéndose el culo de tierra-. Es por ahí.


Comencé a andar con rapidez y Tom me siguió a un par de pasos detrás de mí. Aceleró hasta colocarse a mi altura y sacó dos latas de cerveza de su mochila, tendiéndome una.


− Podías haberlas sacado antes, cuando estábamos sentados. No sabía que aún te quedaran.


− Hace mucho frío, en movimiento las bebemos mejor.


− No me gusta beber mientras ando.


− ¿Prefieres que nos sentemos?


Continué andando dando grandes tragos a la lata. El gas de la cerveza me trepaba por el interior de las narices, obligándome a contener algunos eructos. Cuando la terminé, la estrujé y la dejé caer al suelo.


− No debiste tirarla, se contamina el bosque.


− Tampoco debiste tirarte tú a Pili.


Seguimos caminando un buen rato. El aire helado me pellizcaba la cara sin afeitar y me consolé pensando que al menos no corría viento. Únicamente se escuchaba el quejido de las hojas secas que triturábamos con nuestras botas. En ese momento me di cuenta de lo silencioso que puede llegar a ser el frío. No existía ningún ruido más allá de nosotros mismos. Tom se detenía de cuando en cuando y sacaba el mapa. Volvía a intentar descifrarlo, entornando los ojos y bisbiseando algo imperceptible con sus labios gordos como salchichas cocidas. Su ceño se agrietaba como si una cuchilla lo estuviera rajando.


− Parece que está oscureciendo.


− No son las seis aún, nos queda tiempo de luz todavía –murmuró él.


 Los rayos de sol se dejaban caer exangües sobre la corteza reseca de los árboles. Al lado de uno de ellos, algo brillaba. Era una lata de cerveza estrujada. Me detuve y me senté en el suelo. Al otro lado del camino se veían alejarse las huellas de pisadas de dos personas. Se sentó a mi lado y sacó su paquete de tabaco. Me levanté después de coger una piedra de tamaño algo mayor que un puño. Ya ni siquiera se escuchaban nuestras pisadas.


− ¿Y cómo termina tu novela, Tom?


Con la mano echó hacia atrás su gorra de lana y levantó la vista mientras me ofrecía un cigarrillo.

domingo, 21 de junio de 2015

El libro verde


Marcos sostenía entre sus manos el libro que acababa de encontrar en el interior de una caja del trastero, naufragado entre un montón de fotos viejas en las que él apenas reconocía a nadie, incomprensibles recortes de periódicos y descoloridas estampitas de santos de las que solía usar su madre para rezar cada tarde mientras paseaba arriba y abajo por el pasillo. Recordaba cómo su padre lo leía de manera concentrada bajo la luz tenue de la lámpara del salón, con la pipa descuidada colgando de la boca, inundando todo con el aroma dulzón del tabaco. De cuando en cuando cambiaba de postura para aliviar el dolor de la espalda y proseguía con su lectura ávida. Había conservado desde la niñez la costumbre de seguir con el dedo índice las líneas que iba leyendo. A veces, cuando se enfrentaba ese libro, Marcos le veía apretar el ceño o incluso parecía que una gota de sudor le nacía de la frente pelada. En otras ocasiones, sin embargo, una sonrisa melancólica se le intuía en la comisura de los labios, y era lo más parecido a un gesto de alegría que su hijo le recordaba.
El libro que tenía delante suya era idéntico a aquel que había devorado su padre cuarenta años atrás, encuadernado en piel verde con unas manchitas moradas oscuras. Pasó la palma de la mano sobre él y lo acercó a la nariz, como si de ese modo pudiera recuperar el olor del tabaco de pipa o la loción para después del afeitado que acostumbraba a usar. No había nada escrito ni en la portada ni en la contraportada, ni el título de la obra ni su autor. En realidad, él nunca había sabido cuál era ese libro con el que tantas y tantas horas lo había visto. Cuando le preguntaba, arrugaba la nariz y ambiguamente hacía gestos circulares con la pipa, como emplazándole a una conversación venidera que jamás se produjo.
Se sentó en el sillón, tal y como había visto hacer a su padre miles de veces, con un vaso de whisky y un cigarrillo entre los dedos, dejando reposar el libro cerrado sobre su regazo hasta que terminara de fumar. La primera página estaba en blanco. Se humedeció el índice con la lengua y pasó la hoja. El libro estaba escrito a mano y comenzaba con su nacimiento, en el hospital de Benalmádena, una tarde correosa de junio. Lo que más le sorprendió a Marcos es que reconociera en esas líneas su propia letra tortuosa. Suspiró recuperando sus primeros años de escuela y se admiró con sucesos que él había olvidado ya, como la dificultad que le había entrañado memorizar las tablas de multiplicar o el color carmesí de las mejillas suaves de Manuela. Los rayos de sol se iban deshilachando a través de la ventana, pero él continuaba atosigando más y más páginas del libro. Llegó a los años de universidad y al día de su boda con Marta. Se avergonzó cuando se tropezó con el pasaje en el cual le fue infiel con una mujer extranjera que conoció en un restaurante. Los ojos se le humedecieron al poder recordar con detalles más nítidos el nacimiento de sus dos hijos. Detuvo su lectura al llegar al momento en el que encontraba el libro verde en una caja olvidada del trastero y se sentaba a leerlo en el sillón del salón.
Encendió un cigarro y se acercó a la ventana. Las farolas se habían prendido ya y de cuando en cuando el rumor de un coche rasuraba el atardecer. Entonces comprendió que su padre todo ese tiempo estuvo leyendo su propia vida en aquel libro, y sintió no haber podido espiar por encima de su hombro mientras se encontraba ensimismado para comprender la razón por la cual apenas le había visto reír nunca. Encendió la lámpara y continuó con su lectura. Descubrió que antes de cuatro años se divorciaría de Marta por algún motivo que no llegó a saber pero que siempre sospechó. Su hijo llegaría a ser un traumatólogo de estimada reputación en la provincia de Málaga y se asombró por el hecho de que su hija llamaría Marcos a su primer varón. Descubrió cómo iba a morir y que, poco antes de eso, guardaría en una caja que dejaría en el trastero aquel libro verde, temiendo y deseando que algún día su hijo lo hallara.

domingo, 3 de mayo de 2015

Pequeñas mentiras


Adela se sentó en la sala de espera del hospital. Una enfermera de mirada somnolienta, después de una breve exploración, le había dicho que no tardarían en llamarla. Frente a ella, un hombre de unos cuarenta años se sujetaba el brazo izquierdo con un pañuelo que se había anudado con poca pericia alrededor del cuello. Una mancha ovalada de sangre tintaba de rojo la tela blanca a la altura del codo. Ella seguía presionando con fuerza la bolsa con hielos contra la frente, tal y como le había indicado minutos antes la enfermera. El hombre tenía la cara de un color tostado, como si el sol lo hubiera pincelado con suavidad. De vez en cuando arrugaba la frente durante un instante mientras se removía en su silla y se recolocaba con cuidado el brazo herido. Adela observó que la mancha de sangre se iba extendiendo con cautela por el pañuelo, llegando incluso a apelmazarse en el brazo velludo. Giró la cabeza para ocultar la ya indisimulable hinchazón que se le estaba formando en la sien.
− ¿Qué le ha pasado? –le preguntó el desconocido después de carraspear ligeramente y pellizcarse los pelos más periféricos de su bigote. 
         El timbre de su voz era agudo, como de cantante de bachatas. A ella le agradaban así, sentía que todas sus palabras deberían estar hechas de eternos susurros y caricias tenues.
− Me golpeé. Con un armario.
       Le daba vergüenza contarle que lo que realmente había ocurrido era que su hijo, mientras ella dormía la siesta, le había golpeado la cabeza con una calabaza. Tampoco quería decirle que tenía un hijo. El hombre la escuchó mirándola fijamente con sus ojos azules, mientras parecía asentir apretando suavemente los labios.
− ¿Y a usted? –preguntó ella. 

            El hombre se acarició el bigote con la mano libre.
− Me he cortado. Con un cristal.

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